Pequeño ensayo sobre cursilería amorosa de la óptica


El cielo detrás de las ramas. Las ramas con las primeras hojitas verdes. Las primeras hojitas verdes que tiemblan histéricas por el viento. Las ramas con sus histéricas hojitas verdes detrás de la ventana. La ventana delante de los ojos o para seguir el orden, la música, la cadencia, digamos: La ventana detrás de los ojos. Los ojos traspasados por un rayo de luz, que desde el cielo atraviesa todo. Todo atraviesa y se clava en el cerebro, porque al cerebro no lo atraviesa. El cerebro queda conectado al cielo a través de ese rayo de luz y el cielo queda conectado al cerebro. Un extremo y el otro del rayo de luz. Único el cielo. Único el cerebro. El corazón late sólo para mantener la conexión del cerebro con ese cielo único. Sentís los latidos con la oreja apoyada en la almohada en el mismo instante en que sentís en el cachete la almohada húmeda por la baba. Los latidos, la baba. Todo esto, por supuesto, sin darte cuenta, sin querer. Esa transición entre estar dormido y despierto cuando suena la alarma del reloj. Pero, estás viejo y te despertás antes que te despierte la alarma, algo o alguien. Hablo del preciso instante en el que abrís los ojos antes de despertarte. Entonces antes que nada es esa única conexión, esa conexión entre el cielo y el cerebro, entre el cerebro y el cielo. El resto, en el medio, transparente, todo atravesado por el rayo de luz, un instante antes de que se forme la imagen. El cielo, el cerebro, el corazón, la baba, es todo. El rayo de luz comienza a tener interferencias, rebota en otros cuerpos que existen entre el cielo y el cerebro, entre el cerebro y el cielo. Aparecen otras imágenes. No sentís los latidos. Ni la humedad de la baba sentís. Te das cuenta que estás despierto. Se pierde la conexión entre el cerebro y el cielo, entre el cielo y el cerebro. El rayo de luz no atraviesa todo. Las cosas dejan de ser transparentes. Entonces: te despertás o morís.